Había una vez un experimentado pescador que se hacía a la mar cada mañana, con la misma frescura y el mismo entusiasmo que un novato. Navegaba diestramente, recorriendo el agua oscura y densa de las palabras en busca de aquellas que necesitaba, como si en ello le fuera la vida.
Con el tiempo, había dejado de usar las toscas redes de sus comienzos para empezar a pescar con señuelo, desarrollando una técnica minuciosa, sistemática, que llegó a dominar con suma destreza. En ocasiones, se dejaba llevar por la corriente, indolente, y esos ratos de ocio le permitían descubrir matices, tonos, luces y sombras que enriquecían su escritura y encendían su creatividad.
Regresaba por la tarde a la costa, con el fruto del trabajo realizado en las complejidades del océano lingüístico: los sustantivos más adecuados, los adjetivos más acertados, los verbos más convenientes y los adverbios más felices, que iba hilvanando con preposiciones, conjunciones e interjecciones especialmente elegidas aquí y allá.
Trasnochaba sentado a la mesa de la cocina, poniendo la carga en orden, limpiando cada pieza y asegurándose de que todo estuviera en su sitio, en perfecta armonía y absoluto equilibrio. Entregaba su trabajo y se sentía el ser más feliz de la Tierra.
A la mañana siguiente, después de tomar una taza de café caliente y de comer uno o dos bollos, abría la puerta de la cabaña y, con el sol bañándole la cara, volvía a tomar la barca y a arrastrarla hasta la orilla de la mar, donde las palabras se rompían en blanca espuma y lo invitaban, una vez más, a comenzar otra jornada de trabajo.
Nora Torres
Traductora
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